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  • Andrés Galante

El orbe

Por Andrés González Galante

El brujo apareció de un momento a otro en una esquina de la habitación. La música dejó de sonar y yo todavía quería otra cerveza. El brujo miraba hacia arriba y sostenía el orbe con la punta de la nariz. Nadie lo esperaba, que yo supiera, pero nadie pareció molestarse. El orbe iluminaba la habitación con una luz tenue y acuosa mientras la perra poodle, recostada en mis pies, no dejaba de jadear.


—¿Cómo se llama? —pregunté pero nadie respondió. Era una poodle blanca y grande, con el pelo espeso y el hocico alargado. Su lengua, también larga, tenía una pequeña peca negra cerca de la punta. Parecía un animal fino, con pedigrí como le dicen.


—Mi bebé —dijo alguien por fin, Patricia, con la voz seca y llena de costras, mientras se desabotonaba la camisa color tierra y acariciaba un cojín gris del sofá.


La habitación parecía llena de humo y el orbe, que se sostenía en perfecto equilibro sobre la punta de aquella nariz, nos adormilaba y nos hacía ver cosas que no estaban allí. Recuerdo que alguien me habló de eso alguna vez, de los orbes alucinógenos de los brujos. Pero yo pensaba que esas cosas pasaban en el campo, en el páramo o en los bosques, no en las ciudades ni en las reuniones universitarias. Patricia se sacó un seno para amamantar a su bebé, que no era sino el cojín del sofá, y yo empezaba a preguntarme si el poodle que respiraba en mis piernas también era imaginario.


—¿Alguien lo invitó? —señalé al brujo que se erguía como una silueta oscura con su esfera de luz en la punta. Era una silueta larga, inmóvil, parada en el rincón de la habitación, cerca de las cortinas. Alguien podría decir que eran cortinas verde oliva o verde musgo pero aquella noche las veías magentas, rojizas, quizás por la luz del orbe.


—En algunas culturas lo llaman “orbe psíquico” —respondió alguien más, Julián, con la voz lenta—. Viene de los volcanes sudamericanos y dicen que es un mineral pero yo no estoy tan seguro. Es muy codiciado por los alquimistas europeos y es destructivo si su magia no se usa bien. Los españoles se los llevaron casi todos aunque en el Museo del Oro quedan algunos, creo.


—Mucho ojo —respondió Manuel que miraba su mano como si contara granos de maíz—. Mucho o j o.


—¿Alquimistas? —pregunté con una mueca. Julián hablaba mucha mierda, pensé, pero el poodle se recostó sobre mi pantorrilla como si quisiera dormir por lo que lo acaricié detrás de la oreja y me olvidé de todo lo demás. Se sentía caliente y mullido. Yo también tenía ganas de dormir un rato, un ratico pequeño.


—Yo conocí a uno el otro día, a un alquimista —dijo otra chica, Andrea, que no dejaba de meterse los dedos en el zapato.


—Esos hijueputas… —gruñó Manuel pero no supe si se refería a los alquimistas o a los granos de maíz. Cuando tomaba siempre se ponía así, a insultar.


—Era pequeño como una oliva y tenía su laboratorio dentro de mi mochila.


—¿Y qué hacía allí?


—Fabricaba un orbe —se rio y señaló a nuestro invitado— justo como ese.


—¿Alguien lo invitó? —repetí. Quizás se llama Cali, pensé en el poodle mientras movía la pata para que lo siguiera acariciando, o Gigi, si es una niña. Sabrina, tal vez, o Frida. Pero qué niña tan linda y tan consentida.


—¿No tienes más hambre? —le preguntó Patricia a su cojín.


—Nadie invita a un brujo —prosiguió Andrea mientras se quitaba el zapato y lo miraba como un pozo sin fondo—, sólo aparecen.


—A un primo mío se le apareció un brujo como este cuando se fue a acampar con su novia cerca del Nevado del Ruíz —contó Julián que estaba recostado sobre el hombro de Andrea con los ojos entrecerrados—. A él le habían advertido varias veces: cuidado con los brujos. Hay que tener cuidado con ellos. Así como cuando uno se encuentra con un oso de anteojos, que no se puede atacar, acorralar, hacer sonidos fuertes, moverse de forma rápida o brusca ni hacer contacto visual, hay toda una serie de cosas que no se deben hacer si se nos aparece un brujo, porque ellos son como animales salvajes. Menos mal que este está tranquilito.


—¿Qué cosas no se deben hacer?


—No me acuerdo, pero eran varias.


—O sea que todos lo estamos viendo… —dije para confirmar que no me estuviera imaginando a la silueta que ahora parecía moverse de forma lenta de su rincón.


—¿Y qué le pasó a tu primo? —preguntó Andrea que se había quitado la media y le daba la vuelta como si tuviera una pulga dentro.


El orbe parecía flotar sobre la nariz del brujo mientras él se desplazaba desde la esquina habitación hacia donde estábamos nosotros como una sombra larga y raída. No tenía ojos, o no se veían desde donde yo estaba, y su piel parecía untada con una sustancia grasosa, como petróleo o ceniza de volcán. Tenía un olor particular, como a pelo quemado, y me di cuenta de que también flotaba como el orbe. Julián hablaba mucha mierda, pensé, pero sería bueno que nos dijera qué hacer o no hacer cuando aparece un brujo.


—Mi primo no volvió a acampar desde entonces. Dice que es peligroso.


—Creo que se me metió un alquimista en el zapato —protestó Andrea mientras se quitaba la otra media— pero siempre se me escapa.


—No llores, mi amor —dijo Patricia mientras abrazaba el cojín y lo mecía con cuidado.


Mi poodle (que ya había decidido que era hembra y que se llamaba Sofía) dormía plácidamente, con la respiración lenta y con el hocico ligeramente abierto por el cuál podía ver la peca de su lengua. Parecía una perla negra, tan bien colocada, como una incrustación de una piedra preciosa, de un jaspe o de una obsidiana. Era una perra hermosa, de raza, de las que seguramente requieren muchos cuidados especiales, comida cara y visitas constantes al peluquero. Cerca de donde yo vivía había un parque. No era un muy grande pero allí podría sacarla a pasear todas las mañanas y las noches. Allí podría correr o jugar con alguna pelota de tenis y yo la cuidaría de los perros que la quieran montar. Mi apartamento tampoco era muy grande pero podríamos irnos de viaje, de vez en cuando, al río o al páramo para que no se sienta tan encerrada. La verdad es que nunca me molestó tener pelos en la ropa ni en la cama. Nunca me molestó madrugar para sacarla al parque ni buscar un veterinario en la noche cuando tenía diarrea. Nunca me molestó que raspara las paredes con las patas ni que me rompiera las medias. A pesar de todo, a pesar de que odiara que le limaran las uñas y que la peinaran con brusquedad, a pesar de sus jadeos interminables, de sus llantos, Sofía era mi mascota y verla dormir me hizo querer acompañarla. Cerré los ojos y pude sentir su tibieza somnolienta en mis piernas y en el borde de la nariz. Alguien gritó ¡cuidado! y en la distancia, mientras me dormía, juré escuchar el llanto de un bebé.


Imágenes por Amaranta Sánchez

Cuento por Andrés González Galante

Andrés González Galante es literato y escritor bogotano. Le interesa el ocultismo, la ciencia ficción y el terror, así como distintas herramientas terapéuticas.

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