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  • Juan Salazar Piedrahita

Escuchar al fantasma

Una conversación entre Juan Salazar Piedrahita y Elena Villamil

 


Juan Salazar Piedrahita: Elena, hola. Ya estoy al frente de la plaza.

 

Elena Villamil: ¿En qué parte? ¿Hay una tienda de químicos? Hágase ahí, al frente. Ya lo va a recoger un señor como calvito.

 

El señor calvito –efectivamente, sin pelo–  tenía una perra. ¿En qué estaba pensando? Bajamos unas escaleras: uno, dos, tres, cuatro escalones. A la derecha un callejón estrecho sin salida. Gris. ¿Hacia dónde llevarán esas puertas? Casas oscuras. Seguimos recto y al fondo un corredor, la Calle de los Abrazos: te abrazan por detrás para robar: Quiubo, Gonorrea. ¿Si les digo que soy primo de Pegas me hacen algo? ¿Será que conocen La Banda de la 32? Papuno, Conejo, Chayán…

El señor calvito coge la derecha. Huele a orines. No hay ladrones, hubiera podido entrar solo. No, no hubiera podido. En el fondo hay dos puertas: ¿Izquierda o derecha? Apenas llegue tengo que escribir esto. Izquierda. Hay tres timbres.

 

Bogotá es un milagro: un huerto entre edificios gigantes, ladrones, mierda de perro y olor a miados. Elena está al frente de las fresas rojas, al lado del kale, dándole la espalda al arbusto de romero, junto a un árbol seco, y rodeada de camas de madera con tierra –y en medio los tallos creciendo. ¿Será que si me acuerdo de esto? Tengo que preguntar los nombres…

 

EV: Perdóneme si cuando hablamos le hablé feo. Es que yo estuve esperando su llamada antes…

 

Este texto –esta entrevista– se trenzó en el tiempo: la conversación entre Elena y yo– la nuestra (antes)– y su escritura –la mía (después del antes)– y su lectura –la suya (ahora)– está organizada por el lenguaje, que tiene tiempos y espacios, o sea, orden. Pero su consecución –y que quede constancia– es producto de algo que no pudimos controlar: la vida y la muerte.


EL PASADO

 

EV: Yo arriendo dos habitaciones. Y hace unos años vivía un chico gay que traía hombres, y parece que él no les decía que tuvieran cuidado al venir. Un día robaron a uno de ellos… Imagino que ese día no hicieron nada por el susto. Después el chico me contó y salí con él y hablé con unos pelados: que si sabían quién lo había robado; dijeron que sí, que lo iban a parar: se sabe que no se roba a los que viven acá.

 

JSP: Pero esto es San Martín, ¿no? No es parte de La Perseverancia…

 

EV: Sí, es San Martín, pero la gente cree que es La Perseverancia.

 

JSP: Entonces usted es de San Martín, ¿toda la vida ha vivido aquí?

 

EV: No. Yo soy de La Perseverancia. Allí crie a mi hija con una tienda. El 15 de junio del 91 llegamos a esta casa, en San Martín.

 

JSP: Y antes estuvo en La Perseverancia…

 

EV: Sí, hasta los trece años: en segundo de bachillerato me fui con mi mamá al barrio Cundinamarca, en la Zona Industrial. Luego mi mamá se pensionó y volvimos: yo tenía 23 o 24 años. Ahí fue cuando tuve la tienda.

 

JSP: Entonces la relación con las plantas empezó aquí, en San Martín, con la huerta.

 

EV: No. Yo siempre tuve una relación con las plantas. En La Perseverancia había brevos y la hoja la utilizaban para las mujeres embarazadas: las bañaban, las masajeaban y las ponían a parir. También había cilantros y remolachas. Se hacían sopas con habas, frijoles, arvejas. Había lechuga y repollo. Había cereza, pomarrosa. Mi mamá era de matas y gallinas. Para todo había remedio: con yerbabuena, con toronjil. A mí me purgaban con paico: me tenía que quedar dos días quieta, sin moverme, en la cama; luego la dieta, durante una semana, era con plátano maduro y panela, y eso salían bichos de la boca y el ano. Eso ya no se hace hoy en día. Las paperas se curaban con collares de oveja negra. El collar de ajos era para espantar a los animales que se metían en el estómago. La tos se prevenía dejando en la ventana un vaso con agua y cebolla y panela rallada, para que no entrara el sereno. En una época mi mamá se llenó de gallinas. Ella nunca las mataba antes de los diez meses y a cada una les tenía nombre. Dos días antes de matarlas les daba un alimento especial para las tripas y cuando las mataba las llamaba, las dormía y las cortaba acá: ninguna sufría: morían dormidas. Y con ellas hacía de todo: lo único que botaba era el pico y las uñas –y eso que los enterraba. Con las plumas hacía plumeros.

 

JSP: ¿Y su mamá le enseñó todo eso?

 

EV: A los niños nos decían que no podíamos entrar, que no podíamos tocar ni hablar. Yo le hacía preguntas a mi mamá y ella decía que no fuera chismosa: que no hable, que no toque, que no piense, que quién me lo había pedido. Yo era una niña cohibida. Ella me decía que no me acercara a las matas porque las mataba, entonces cuando ella se daba sus tiempos fuera de la casa yo no les echaba agua, es más, si se morían mejor.

 

JSP: Huele a romero… ¿Cómo era el jardín de esta casa cuando usted llegó?

 

EV: Había un romero grande que ni mis hijas y yo –juntas– alcanzábamos a abrazar…


Pero, no, espere le cuento la historia completa.

Mi hermana tenía una tienda en La Perseverancia; ella me la dejó. Ahí conocí, sin querer queriendo, la vida de todos y hasta de uno mismo… Le voy a contar algo, pero no puede escribirlo…

 

¿En qué estaba pensando? Elena llora. Los ojos parecen burbujas que se inflan y se inflan, hasta que explotan y las lágrimas caen. La escucho. Imagino lo que me cuenta. Miro la ventana de la cocina y las yerbas de la aromática: canelón, mejorana y yerbabuena. ¿Y si la abrazo?

 

JSP: ¿Y eso pasó justo después de llegar a esta casa?

 

EV: Sí. Meses después de llegar me enteré. Yo no sé cómo viví.

 

Silencio

 

JSP: ¿Y qué tiene que ver la tienda con esta casa?

 

EV: Eso le iba a contar. Le decía que ahí uno conoce la vida de todos. La tienda quedaba en una esquina y yo veía a muchas personas. Un día yo estaba en la puerta y una señora con su hija salieron de un carro, y a la señora se le cayeron unos papeles. Yo los esculqué y al día siguiente la llamé. Ella llegó a la tienda con su hija. Ay, yo justo quería hablar con usted, hace rato –me dijo. Es que yo quiero hacer cosas por el barrio, y yo la veo a usted que conoce a todo el mundo. Bueno, cuente conmigo –le dije. Eso fue en diciembre. Ella me volvió a llamar en febrero y me dijo que había conseguido pintura, pintura para todo el barrio, pero que no tenía mano de obra, que si yo le ayudaba. Yo le dije que sí y empezamos a tocar puertas e hicimos una recolección. Le dijimos a Enrique y, pa’ qué, él era loco –se ponía a echar marihuana y sacaba el cuchillo–, pero hizo muy bien su trabajo. Colgamos materas y todo.

 

JSP: ¿Cómo se llamaba ella?

 

EV: ¿Quién?

 

JSP: A la que se le cayeron los papeles…

 

EV: Pilar.

 

JSP: ¿Y vivía en el barrio?

 

EV: Sí, en esta casa. Espere… Luego doña Pilar me preguntó que si hacíamos un bazar y le dije que sí, y recogimos fondos. Luego me preguntó que si hacíamos algo para los niños, era diciembre. Le dije que no hiciéramos un bazar, sino una fiesta. Y lo hicimos. Y ese día me separé.

 

JSP: ¿Cómo que se separó? ¡Ah! Su esposo…

 

EV: El papá de mis hijas era alcohólico, pero ya lo sabíamos controlar: se quedaba dormido y ya. Pero ese día yo estaba en la tienda vendiendo cervezas y él se levantó. Elena, deme una canasta de cerveza y una caja de aguardiente. ¿Y pa’ qué? Para darle a todos los invitados –dijo. Bueno, entonces págueme. Y yo le di la espalda, y él cogió una botella y me pegó con ella en el ojo. Yo cogí un cuchillo y un policía que estaba ahí, vestido de civil, se fue detrás mío y me preguntó que qué iba a hacer. No, mire lo que me hizo. Yo tenía la cara con sangre. Entonces él lo agarró y lo sacó. Días después mi hija me cuenta que doña Pilar me ha estado buscando. Cuando nos vimos ella me dijo que fuéramos a su casa –esta casa–, y entramos y todo estaba desocupado. Doña Pilar, ¿qué pasó? Es que me pasé de buena y dejé que los niños entraran y con ellos, después de un tiempo, entraron que los abuelos, que los tíos, y un día nos durmieron y se llevaron todo. Elena, yo quiero que usted se quede con esta casa, pero primero toca hablar con mi papá. Al día siguiente volví y ahí estaba don Juan David, y este señor es un ángel que la vida me pone. Me preguntó que cuánto ganaba y acordamos un arriendo mensual. Ellos me entrevistaron con la cara negra, después del golpe.

 

JSP: ¿Y cómo era el jardín de esta casa cuando usted llegó?

 

EV: Yo vi esta casa y para mí era un palacio. Había una mata de plátano. Había papayuelos, duraznos, brevos, cerezos. Había fique, curubos, calabazas. Y un jardín. Don Juan David me decía, doña Elena, mi jardín, cuide mi jardín. Y ahí empecé a cuidar el jardín. Compré matas y materas y, algo que empecé a hacer… Ay, no sé, fue como una intuición… Mis hijas ya cocinaban y yo les dije que guardaran la comida que sobraba y yo, los lunes, cuando descansaba de la cocina, porque en esa época trabajaba en un restaurante, enterraba los residuos. Ese día también iba al cementerio y luego a misa.

 

JSP: ¿Ahí fue cuando empezó a crear tierra?

 

EV: Al principio fue intuición, como le dije. Yo dejé la tienda y empecé a trabajar en restaurantes: primero en el Félix, luego en La Fragata y después en Átomos Volando –ahí me quedé hasta el 2002; ese año decidí abrir mi propio restaurante: primero estuvo en Julio Flórez y luego en Paloquemao. Así estuve varios años hasta que pasó algo y cerré –o me cerraron. Duré un año cuidando a mis nietas, pero no, me desesperaba, entonces una hija me propuso que vendiera almuerzos en la casa, y sí, y pasó el tiempo y el negocio creció, y monté un restaurante, aquí. Lo llamé Huerta y Sazón.

 

JSP: ¡Huerta y Sazón! ¿Ya tenía la huerta?

 

EV: No. Pero con el restaurante, un día, llegó la Miriam y me preguntó que por qué no cultivaba en el jardín. Yo le dije que sí, pero que lo hiciera ella porque yo no tenía tiempo. Ella vino y sembró. Y la mazorca creció y los tomates también. Recuerdo que yo me comí ese tomate y era solo carne. Yo solo masticaba. Era una maravilla. Oiga, Miriam, usted tiene que enseñarme: ¡se imagina que yo le dé esto a los clientes! Ahí empezó la huerta y para esa época, justo… Cuando tenga frío avíseme y yo le traigo la ruana.

 

JSP: Gracias, Elena. Entonces ahí es cuando usted empieza a ser hortelana urbana…

 

EV: ¿Adivine quién creó ese término? Yo. En esa época el Sena estaba anunciando cursos para la gente de La Perseverancia y yo salí corriendo donde el cura, que era el que estaba organizando, y le dije que tenían que hacer uno de agricultura urbana. Doña Elena, ese proyecto es de los redentoristas, vaya a misa y hable con ellos –me dijo. Yo fui, le dije al cura y el tipo me abrazó: me dijo que qué proyecto tan hermoso. Y unos días después vino un agrónomo. Los talleres los empezamos en febrero de 2007 y la práctica la hicimos en dos espacios: en mi casa y en la iglesia del barrio. Aquí duramos un año y sembramos frijol, arveja, papa, maíz, habas… El día que íbamos a recoger la cosecha, en diciembre, no salió nada: salieron puras matas. Uy, Elena, lo siento, pero el terreno no es apto –dijo el agrónomo. Yo no hice más que llorar.

 

¿En qué estaba pensando? El mantel del comedor de Elena tiene imágenes de rosas rojas. El ajiaco vegano estaba delicioso, ¿cómo lo preparará? Tenía quinua y champiñones. ¿Qué horas son? A las cuatro tengo que estar en el teatro. Me duele la espalda. Elena no parece tener más de 60 años. ¿Cuántos años dijo que tenía? Chögyam Trungpa dice que solo le dedicamos un 20% de nuestros pensamientos al presente… Puedo conectar eso cuando escriba… en algún punto.

 

EL PRESENTE


EV: La tierra me salvó de la ignorancia tan atrevida en la que estaba yo. ¿Sabe qué me dijo la tierra un día? No busque la verdad porque la verdad solo la tiene usted.

 

JSP: ¿Usted habla con las plantas?

 

EV: Las plantas son el ser que más entiendo.

Como no tienen voz yo no tengo que hablar, es pensamiento: observo-respondo. Y es muy íntimo. Yo miro la raíz y siento su funcionamiento: veo la paz interior. Y pienso: yo quiero estar ahí. Yo las veo: ellas no hacen movimientos sin que lo quieran. Y pienso: ¿por qué yo no puedo llegar ahí?

 

JSP: ¿Y cuándo empezó a hablar con ellas?

 

EV: Con la huerta. Después de que la tierra no diera cosecha el agrónomo dijo que la tierra no era apta. Y ahí unos viejitos dijeron que no, que él estaba equivocado, que no había dado porque en el terreno había un pino, y que este secaba la tierra.

 

JSP: ¿Ese pino? ¿Ese pino estaba cuando le dejaron la casa?

 

EV: Sí, y cuando don Juan David no había muerto, él a veces venía y me decía que no me preocupara por él, que lo dejara solo en el jardín; él se quedaba sentado, sobre una piedra grande que había, y lloraba y lloraba. También le hablaba al pino.

 

JSP: ¿Y por qué lo hacía?

 

EV: Nunca lo supe. Nunca le pregunté. A veces yo le llevaba aromáticas.

 

JSP: ¿Y usted tumbó los árboles para construir la huerta?

 

EV: En 2003 llovió mucho y los brazos del pino se cayeron y tumbaron el brevo, el durazno y hasta las paredes. Esta casa fue una tragedia. A mí me tocó podar los árboles y en ese momento me propusieron hacer un huerto en camas de madera, y un invernadero.

 

JSP: O sea que del jardín original no queda nada…

 

EV: Del jardín solo queda el pino. No ve que ya todo se adoquinó…

 

JSP: Y usted cree que si don Juan David viniera y viera el patio, ¿se sentiría bien?

 

EV: Si él tiene posibilidad de verlo estaría regocijado. Y saber eso me da fuerza…

 

JSP: Elena, ¿usted qué siente cuando la gente habla de la Madre Tierra?

 

EV: A mis comienzos la gente mayor hablaba de la Madre Tierra y yo me preguntaba que por qué decían madre cuando yo nunca le decía madre a mi mamá, sino mamita o sumercé. Hasta que un día yo me metí a la huerta y sentí una voz que me decía que por qué me dejé convencer de tanta bobada. Ahí yo toqué la tierra y dije: esta es la verdadera madre: no tiene voz: no tiene castigo, pero lo que enseña… no, no, no… Ese encuentro… Le voy a ser sincera, y me disculpará: ese encuentro fue mejor que conocer un orgasmo. Desde ese momento empecé a comprender la vida.

 

JSP: Entonces su mamá…

 

EV: ¿Cómo le digo? Le voy a decir algo: mi mamá no fue mala: ello dio lo que pudo dar: fuerza, honestidad, valor. Hoy lo entiendo. Mi mamá nunca me contó sobre su vida ni sobre la mía, y a mí me tocaba hacerme la dormida y escuchar. Y uno se hace vieja y empieza a atar: ella vino a este mundo a sufrir y no quería compartirlo conmigo. Cuando ella se murió yo fui a la morgue y su cuerpo todavía estaba caliente, y a mí me dijeron que si uno estaba ante un cuerpo caliente pidiera un deseo. Primero le pedí perdón y luego le dije que si me quería, que me lo dijera. Esa noche soñé con ella y sí, que ella me quería.

 

EL FUTURO


¿En qué estaba pensando? El pasado, el presente y el futuro son mecánicas de cordura. Sirven para ordenar: dan sentido, a pesar de ser abstractos, como Dios. El tiempo sirve de suelo, por eso también es espacio: nos acurrucamos, nos sentamos y paramos en él. Allí, en ese lugar, tenemos respuestas, horizontes, ilusiones, miedos, recuerdos, seguridad, inseguridad.

 

Los fantasmas no tienen tiempo.

Ellos están, digámoslo así, en todos. Levitan. Su orden no conoce de voces que se escuchan, sino de imágenes que significan y sueñan y sienten. Así los escuchamos. Ellos hablan con vivos y muertos… como la tierra: que habla con los enterrados –los muertos– y con sus frutos –las vidas–: nosotros y los otros.

 

Por eso quien sabe escuchar a los fantasmas es sabio: es atemporal: suelta suelo sin dejar de pisarlo. Por eso quien imagina habla con fantasmas. Y quien habla con fantasmas tiene el poder de transformar los tiempos –ese es el poder del artista y de los jardineros.

 

EV: Hay un canto católico que me gusta: Si el grano de trigo al caer en tierra no muere, queda él solo; pero si muere, da abundante cosecha. Yo creo que nosotros nacimos… No: Yo nací para morir. Y la muerte la tengo pegada.

 

JSP: ¿Las plantas le enseñaron sobre la muerte?

 

EV: La muerte hace que la vida sea más potente: las plantas mueren para dar una nueva vida.

 

JSP: ¿No le tiene miedo a la muerte?

 

EV: ¡Para nada! ¿Sabe qué me ha enseñado la tierra? Elena aprenda a agradecer: de gracias por orinar y por sacar una materia fecal: de gracias. Elena, que no le preocupe ni el pasado ni el futuro: viva el presente. Mire, hoy estamos sentados dialogando –¡Quién lo diría! Yo, hablando…–, pero lo que estamos haciendo ya muere. Lo que pueda hacer hoy, aunque sea repetitivo, de alguna manera ya evolucionó.

 

JSP: ¿Entonces el futuro no existe?

 

EV: El futuro no es esperanza, tampoco catástrofe. Hoy hay esperanza y catástrofe. No es ayer, no es mañana: es hoy. ¿Sabe qué veo en la naturaleza? Ella evoluciona, se fortalece y se regenera sola. La naturaleza se recompone, se acomoda. La naturaleza busca su derecho, busca su cauce. Si nosotros –hoy– nos organizáramos, si nos conectáramos con la naturaleza, si hiciéramos agricultura urbana… ¿Sabe qué pasaría? Tumbaríamos los gobiernos habidos y por haber.

 

JSP: ¿Y si hay tierra pa’ tanta gente?

 

EV: ¡Sí! Es que no tiene que buscarla, ¡hágala! Y cabe en su espacio y no huele feo y no es contaminación y, tampoco, es trabajo. ¿Sabe qué me enseñó la tierra? Elena no tra-baje, no tra-baje… ¿Sí me entiende? El trabajo es tra-bajo: es pa’ abajo, es joderse. La tierra me dijo que tra-subiera y que fuera feliz.

 

JSP: ¿Y usted es feliz?

 

EV: Cuando me conecté con la tierra dejé a Dios y me conecté con el planeta, el universo, el cosmos y la luz divina. ¿Y sabe? Desde entonces veo a Paulina –mi hermana, que ya está muerta– y a mi mamá, juntas, en el jardín, levitando, y ellas me sonríen, pero no se burlan, me sonríen, y se van.


Elena Villamil tiene 68 años. Nació un jueves, entre las 8:30 y las 9:30 de la mañana. Frente su casa están construyendo un edificio gigante de apartamentos; esto ha hecho que la disposición del huerto cambie porque el sol ya no da directamente durante el día. La casa donde vive Elena Villamil, donde está su huerto, está en disputa legal de pertenencia. El proceso lleva 12 años.


Ilustración por María MS

Fotografía y texto por Juan Salazar Piedrahita

Juan Salazar Piedrahita (Cali, 1991) es Periodista. Ha colaborado en distintos medios periodísticos: Jot Down, Altaïr, The Clinic, Bacánika y Pesquisa. En 2015 ganó el Premio Nacional de Periodismo Simón Bolívar. La Perseverancia es su primer libro.




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