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  • María José Plata

Kronosauros

Actualizado: 17 mar

Este conjunto se compone por torres de cinco pisos, y aunque he vivido aquí veintitrés años, nunca he aprendido el orden. No sé dónde queda la torre siete o la doce, solo la quince, que es donde vivo. Sé que para enumerarlas fueron de atrás hacía adelante según los edificios que iban construyendo. Una mezcla de concreto y piedra demarca las jardineras, y los senderos son de rojo terracota. Cuando hace sol después del mediodía la luz rebota en los adoquines y se refleja como un espejo; no se puede caminar con la cabeza en alto. En mi infancia había arbustos de lavanda, o al menos así lo recuerdo, en los jardines. Crecí viendo las altas pencas mecerse erráticamente en las lluvias de octubre y por la misma época los cucarrones volaban tan alto que parecían zumbar por encima de sus copas puntiagudas. Entonces se veían colibríes tornasolados, torcazas y copetones. Aún los escucho cuando camino temprano por los parques del barrio o al final de largas noches en vela.


Entonces también se veían libélulas por los jardines, zumbando sobre la hierba. Cuando caminaba con mi madre recogiendo florecillas blancas y púrpuras de maleza, ella me las señalaba y yo las seguía con ojos de asombro. Por un tiempo, mi mamá tuvo unos aretes de madera en forma de libélula. Los compró cuando visitamos Villa de Leyva en el museo del fósil. Recuerdo cuando, desde una rampa, pude ver esos huesos de ciento diez millones de años grabados en roca. La marca del cuerpo del kronosaurus ocupaba toda la sala. Me aterró imaginar que los huesos nadaban bajo mis pies. Las cordilleras alguna vez tuvieron un océano infinito por encima de ellas, y entre los montes nadaban estos gigantescos animales.


Esa noche soñé con agua. Nadaba en un azul que me devoraba. Mis ojos solo veían agua a la distancia y yo me hacía más y más pequeña. Al darme la vuelta, sumergida en ese mar abierto, me encontré cara a cara con el kronosaurus de mi subconsciente. No lo vi moverse, y tal vez es por eso que ese sueño se ha negado a diluirse en otros a los que ya nunca volveré. El reptil marino solo tuvo que quedarse ahí; rey del azul que ya nunca volverá a esta tierra.


Salgo del apartamento a las once de la mañana y subo las escaleras de una torre cuyo número desconozco. Mientras camino, veo las jardineras desocupadas: después de dos décadas de obras frustradas, la administradora decidió deshacerse de varios jardines. Es para que la humedad deje de permear el parqueadero subterráneo. Cortaron las pencas de mi infancia con machetes; solo dejaron la que queda frente a mi cuarto, en uno de los jardines que se pudo conservar. Ya ni siquiera hay pasto donde antes estaban los arbustos de lavanda. Cubrieron los suelos con una lámina de lo que parece papel aluminio y han puesto en el centro del jardín desocupado grandes macetas de cerámica anaranjada en la que crecen arbolillos florales con pocas hojas y tallos delgados.


En el último piso de la torre está el cuarto de máquinas de los ascensores y unas puertas de metal que dan acceso al techo. Siempre son dos y suelen dejar al menos una sin llave; usualmente la que tiene una oxidada escalera de metal firmemente incrustada en el muro del edificio. Termino de subir esa escalera y me tumbo sobre las tejas percudidas: puedo ver los cerros orientales, las casas de colores de los barrios El Codito y La Mariposa y los pisos más altos de algunos edificios en Usaquén.


El cielo está azul y el picante sol que llega antes de la lluvia baña el norte de la ciudad. Recostada sobre las tejas, veo cómo el humo de mi cigarrillo se pierde frente a mis ojos en el aire. Alguna vez hubo arbustos de lavanda en esta tierra, y alguna vez esta misma tierra fue un fértil suelo marino lleno de animales y plantas que nunca conoceré. Imagino el agua con la que soñé entonces, y me preguntó cómo sería si las torres desordenadas de mi conjunto y las calles mal numeradas de mi ciudad se vieran cubiertas por el agua que se fue hace eones. Tal vez por encima de donde ahora está mi cabeza, a la altura de las nubes grises que llegan por el sur, nadó un kronosaurus que nunca vio el suelo de su reino secarse. Yo tampoco sabré qué será de estas tejas en las que fumo, ni del piso terracota, o del gran monte que traza la ciudad.


Crucé miradas con el tiempo en un azul infinito; sus ojos son de reptil marino. En su boca entreabierta se ven filosos juegos de dientes inevitables y solo tengo estos segundos en que puedo sentir el agua inmensa antes de que el titán me devore.


María José Plata Flórez es unx literatx y escritorx anarco-feminista. Se formó como defensorx de derechos humanos en La Esquema Feminista de Derechos Humanos, y como profesorx en el Pre-Icfes Popular El Codito (Casa Tomada) y en la Coordinadora de Procesos de Educación Popular en Lucha.





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