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  • Marcela del Portillo Cure

La muerte de la polilla

Virginia Woolf

Traducción por Marcela del Portillo-Cure


A las polillas que vuelan de día no se les debería llamar propiamente polillas. No producen esa sensación placentera de noches oscuras de otoño y de hiedra florecida que la gran ala amarilla más común, dormida bajo la sombra de la cortina, nunca deja de suscitar en nosotros. Son criaturas híbridas; ni alegres como las mariposas, ni sombrías como su propia especie. Sin embargo, este espécimen, con sus alas estrechas color heno, adornadas con borlas del mismo color, parecía estar contento con la vida. Era una mañana placentera de mediados de septiembre, ligera, benigna, y aún así con la respiración más agitada que en los meses estivales. Ya el arado iba marcando el terreno que se veía desde la ventana, y donde ya había pasado la reja, la tierra se veía aplanada y resplandeciente de humedad. Tal vigor venía rodando desde los campos, y desde más allá, que resultaba difícil dejar los ojos clavados fijamente en el libro.

Los grajos también celebraban uno de sus festejos anuales, volando en círculos sobre las copas de los árboles hasta asemejarse a una malla con miles de nudos negros lanzada hacia el aire; la cual, tras unos momentos, descendía lentamente sobre los árboles hasta que cada rama parecía tener un nudo al final. Luego, de repente, la malla era lanzada de nuevo hacia el aire formando un círculo más grande esta vez, con el más fuerte clamor y vociferando como si ser lanzada hacia el aire y luego caer suavemente sobre las copas de los árboles fuese una experiencia tremendamente emocionante.



La misma energía que movilizaba a los grajos, los aradores, los caballos e incluso, al parecer, las lomas desnudas, conducía el aleteo de la polilla de un lado a otro en su cuadrado del marco de la ventana. Uno no podía evitar mirarla. Uno, de hecho, se hacía consciente de una extraña sensación de compasión por ella. La posibilidad de placer parecía tan enorme y multiforme esa mañana, que el tener únicamente la parte de la vida que le correspondía a la polilla, aún más tratándose de una polilla de día, parecía un destino difícil, y su entusiasmo por disfrutar sus míseras oportunidades al máximo, patéticas.


Voló vigorosamente hacia una esquina de su compartimento y, tras esperar un segundo ahí, voló hacia la otra. ¿Qué le deparaba sino volar a una tercera esquina y luego a una cuarta? Era todo lo que podía hacer, sin importar la extensión de las lomas, la vastedad del cielo, el humo que a los lejos se desprendía de las casas y la voz romántica que emanaba de vez en cuando un buque de vapor en altamar. Lo que podía hacer, lo hacía. Viéndola, parecía que una fibra muy delgada, pero muy pura, de la enorme energía del mundo, hubiese sido consignada en su cuerpo frágil y diminuto. Cada vez que cruzaba el panel, me parecía que un hilo de luz vital se hacía visible. Era poco más que vida. Aún así, por ser tan pequeña, y una forma tan simple de la energía que entraba rodando por la ventana abierta y se hacía paso por tantos corredores estrechos e intrincados de mi propio cerebro y el de otros seres humanos, había algo maravilloso y patético en ella. Parecía como si alguien hubiese tomado una partícula diminuta de vida pura y, adornándola de la manera más delicada posible con plumón y plumas, la hubiese puesto a bailar y zigzaguear para mostrarnos la verdadera naturaleza de la vida.

Vista de esta forma, era difícil ignorar lo extraño que era todo esto. Uno podría olvidar todo sobre la vida, viéndola encorvada y embellecida y adornada e impedida, moviéndose por ello con gran circunspección y dignidad. De nuevo, la idea de todo lo que la vida pudo haber sido si la polilla hubiese nacido con cualquier otra forma le generaba a uno una especie de lástima al ver sus actividades tan simples.


Después de un rato, al parecer cansada de bailar, se asentó en el borde de la ventana, bajo el sol, y, habiendo terminado el extraño espectáculo, me olvidé de ella. Luego, al alzar la mirada, mis ojos se encontraron con ella. Intentaba resumir su baile, pero parecía demasiado tiesa o incómoda para hacer más que aletear en el borde inferior de la ventana; y cuando intentaba volar hacia el otro lado, fracasaba. Aunque pretendía hacer otras cosas, observé estos intentos fútiles un rato sin pensar, esperando inconscientemente que resumiera su vuelo, como cuando uno espera que una máquina que ha parado momentáneamente resuma su trabajo, sin preguntarse el porqué de esta falla. Después de lo que sería tal vez su séptimo intento, se resbaló del borde de la ventana y, aleteando, cayó de espaldas en el alféizar. Su comportamiento indefenso me inquietó. Se me hizo evidente que estaba en problemas; no podía levantarse por sí misma y sus patas luchaban en vano. Pero, al acercarle un lápiz, con la intención de ayudarla a voltearse, se me ocurrió que su fracaso y torpeza eran una indicación de que la muerte se acercaba. Bajé el lápiz.


Las patas se agitaban una vez más. Miré como buscando el enemigo contra el cual luchaban. Miré hacia afuera. ¿Qué pasaba allá afuera? Asumí que era medio día, y que el trabajo se había detenido en los campos. La tranquilidad y el silencio habían reemplazado la agitación anterior. Los pájaros se habían ido a buscar alimento en las quebradas. Los caballos permanecían quietos. Pero, aún así, el mismo poder permanecía allí; una masa indiferente e impersonal que no se ocupaba de nada en particular. De alguna forma, se oponía a la pequeña polilla color de heno. Era inútil intentar hacer cualquier cosa. Uno no podía hacer más que observar los esfuerzos extraordinarios que hacían esas patas diminutas en contra de una fatalidad inminente que habría podido, de haberlo querido, sumergir una ciudad entera, y no meramente una ciudad, sino masas de seres humanos; yo sabía que nada tenía oportunidad alguna de vencer a la muerte. Aún así, después de una pausa por el cansancio, las patas revoloteaban de nuevo. Fue increíble esta última protesta, y tan frenética que la polilla al fin logró enderezarse. Uno simpatizaba enteramente, por supuesto, con el bando de la vida. Además, aunque a nadie le importara ni se enterara de ello, el esfuerzo gigantesco que hacía esta polilla pequeña e insignificante contra un poder de tal magnitud para retener lo que nadie más valora o desea retener lo conmovía a uno de una forma extraña. Una vez más, veía uno la vida; una partícula pura. Alcé el lápiz de nuevo, aún sabiendo lo inútil que era. Pero mientras lo alzaba, las huellas inequívocas de la muerte empezaron a mostrarse. El cuerpo se relajó e inmediatamente se puso tieso.

La lucha había terminado. La pequeña e insignificante criatura había conocido la muerte. Al mirar la polilla muerta, el triunfo instantáneo y sin esfuerzo de un poder tan inmenso sobre un antagonista tan ínfimo me llenó de asombro. De la misma manera en que la vida había sido extraña minutos atrás, ahora la muerte era también extraña. Ya enderezada, la polilla ahora yacía bien puesta, de forma decente y sin quejarse. Es cierto, parecía decir, la muerte es más fuerte que yo.




Imágenes por Amaranta Sánchez

Traducción por Marcela del Portillo-Cure

Marcela del Portillo-Cure es filósofa de la Universidad de los Andes, y tiene una maestría en Derechos Humanos del Global Campus of Human Rights. Profesionalmente se ha dedicado a dedicado a la traducción, el trabajo humanitario y la investigación. Desde niña ha sido aficionada a la escritura creativa. En particular le gusta escribir microcuentos, poemas y haikus. Desde hace más de cuatro años ha estado escribiendo Haiku for Survival, una colección de haikus ecofeministas.




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