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  • Andrés Rubio Krohne

Las películas suelen hablar por los animales. Al azar de Baltasar (1966) habla acerca de ellos.

Por Andrés Rubio Krohne


Es común, hasta cliché, decir que los miembros de otras especies son algo lejano para nosotros. Mientras que la vida de otros seres humanos suele ser algo fácilmente comprensible, parece muy difícil imaginar cómo es ser otro tipo de animal. No podemos usar nuestra propia experiencia para entenderlos, pues es de esperarse que sus vidas sean muy distintas a la de un ser humano, y no podemos preguntarles por su experiencia.


Hay, entonces, algo de radical en las películas que tratan sobre animales no-humanos (de aquí en adelante, “animales” a secas).


El arte tiene la capacidad de hacer evidentes aspectos de la realidad que suelen ignorarse; así como una película bélica puede mostrarle al espectador algo sobre la guerra que antes no veía, las películas sobre animales pueden hacer que sus vidas nos sean más comprensibles de lo que son en la vida usual.


Sin embargo, varios de los medios tradicionales que el cine ha usado para esto no logran hacer que las vidas de los animales sean más comprensibles. Al tratar de hacer que el ser humano empatice con el animal, terminan por construir una imagen caricaturesca de las demás especies. Esto hace que las vidas de los animales sean incluso más difíciles de entender: por tratar de acercar a los animales, los alejan.


Una película que evita este problema es la relativamente poco conocida Al azar de Baltasar (Robert Bresson 1966), que cuenta la historia ficticia de un burro. Sería de esperarse que la película que más logre hacer comprensible la experiencia de un animal fuera la que usa todas las herramientas del cineasta. Sin embargo, Al azar de Baltasar se caracteriza, no por usar muchos medios, sino por usar muy pocos: la fotografía es poco expresiva, la edición es mínima (nada de flashbacks, por ejemplo), la música no es emocional y las actuaciones son desafectadas. La mayoría del tiempo, pareciera que ver a un burro grabado en esta película no es muy distinto de ver a un burro en la vida real. A diferencia de otras películas con animales, no hace nada para llevarnos a la empatía. Su estilo es frío y sus personajes son distantes. No obstante, Al azar de Baltasar logra que la experiencia de un burro sea más vívida que la de muchos protagonistas humanos en la historia del cine.


Es al alejar a los animales que esta película los logra acercar.


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Al afirmar que los animales nos parecen lejanos, me refiero a dos cosas. En primer lugar, si bien no se suele dudar de que los animales tengan alguna experiencia, no solemos tener una idea específica de cómo es esta experiencia. Sabemos, por ejemplo, que tanto un burro como un murciélago tienen experiencias de algún tipo, pero no es fácil determinar cómo se diferencian estas dos experiencias entre sí. Por el contrario, la experiencia animal es una x indeterminada.


Este es el problema que Thomas Nagel discute en su célebre artículo “¿Cómo es ser un murciélago?” (1974) y que, por lo que nos dice, es prácticamente insoluble. Los murciélagos pueden percibir la realidad a través de sus sonidos, de una manera que dista de la audición humana. Si uno quisiera comprender la dimensión subjetiva de esta experiencia, dice Nagel, tendría que ser el tipo de sujeto que la puede percibir. Los seres humanos, en cambio, sólo podemos comprender la dimensión objetiva de esta experiencia (la conducta de los murciélagos, el funcionamiento de sus cerebros, etc.), de modo que se pierde todo lo ligado al punto de vista del murciélago. En consecuencia, Nagel afirma que no hay una forma clara de saber cómo es ser un miembro de otra especie.


El segundo tipo de lejanía surge del primero y es quizá una barrera más grande. Si bien sabemos que los animales experimentan algo, este conocimiento no es algo que nos parezca real. Así entendamos, a nivel intelectual, que tanto los otros seres humanos como los burros tienen experiencias, las del ser humano aparecen de forma más prominente en nuestras vidas. En cambio, la experiencia de ver a un animal es más parecida a la de ver a un objeto inanimado.


Esto explica, al menos en parte, por qué el sufrimiento animal suele parecernos tan poco preocupante: aunque sabemos que tienen determinadas experiencias, estas no se nos presentan de manera clara al relacionarnos con los animales.


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Hay dos medios que las películas suelen usar para evitar esta lejanía. Como los animales son distintos de los seres humanos, el primer medio es transformarlos en algo más humano. Esto ocurre, por ejemplo, en varias películas de Disney (El Rey León, La Bella y el Vagabundo, etc.), en las cuales los animales son prácticamente humanos en cuerpos de otras especies. Los animales se hacen tan comprensibles como los seres humanos, porque son seres humanos.


De acuerdo con una famosa sentencia de Wittgenstein, si un león pudiera hablar, no lo podríamos entender. A esto, Daniel Dennett respondió que el problema era otro: si un león pudiera hablar, le podríamos entender sin problema, pero ya no sería un león (Rothman 2017).


Esto encapsula el problema con este tipo de películas: al convertir a los animales en seres humanos, dejan de ser películas sobre animales. Un león parlante podría contar sobre su experiencia, pero, al ser tan distinto de los leones no parlantes, nada de lo que nos dijera sería aplicable a otros medios de la especie. Asimismo, los animales antropomórficos de las películas de Disney nos dicen más sobre los seres humanos que sobre los animales.


El segundo medio que las películas suelen usar para acercar a los animales es dar a entender, usando el lenguaje cinematográfico, qué están pensando ellos. Como los animales no pueden hablar, entonces las películas se vuelven sus voceras y le dicen al espectador lo que el animal supuestamente diría si pudiera.


Un ejemplo de esto es Eo (Skolimowski 2022). En esta película, Eo, un pequeño burro, es llevado por los seres humanos de un destino a otro. Si bien esta película se inspiró en Al azar de Baltasar, con la cual tiene varios elementos en común, Eo no comparte su austeridad cinematográfica. Cerca del inicio, por ejemplo, Eo es alejado de su primera “dueña” y montado en un camión. Cuando llega a su destino, la imagen está teñida de azul. Después se entrecorta otra imagen, teñida de naranja, en la cual Eo está con su antigua dueña. El espectador, que conoce muy bien el lenguaje del cine, saca unas conclusiones muy específicas: Eo está recordando su pasado con cariño y lo compara con su presente, el cual le genera tristeza. Aunque esta película no llega al nivel de hacer hablar al burro, como lo podría hacer una película de Disney, el efecto es bastante similar: indirectamente nos dice lo que el animal piensa y cómo se siente.


El cine tiene distintos medios para forzar cierta conclusión o respuesta emocional en el espectador. Además de ciertas convenciones asociadas a la edición y a los colores, el uso de música emocional es muy común en Eo: la música triste no sólo le da una señal al espectador de cómo se debe sentir, sino que señala que el protagonista, Eo, está triste. Además, las actuaciones afectadas, llenas de lamentos o de lágrimas, también dan instrucciones emocionales al espectador. La primera vez que se llevan a Eo, su dueña llora apasionadamente, e incluso alcanzamos a ver una lágrima en la cara del burro. El espectador, por supuesto, infiere que Eo comparte el dolor de su dueña, a pesar de que los seres humanos son los únicos animales que lloran por tristeza.


Cuando las películas usan este medio para acercar a los animales, es como si admitieran que estos son incomprensibles.


Parecieran decir que la conducta de un animal es indescifrable a menos de que haya un traductor humano de por medio.


Películas como Eo podrán crear un animal fácilmente comprensible, pero hacen que los animales reales parezcan más lejanos. Al igual que la humanización de los animales, este medio trata de acercar a los animales y, con eso, los aleja.


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Al azar de Baltasar se caracteriza por no usar ninguno de estos dos medios tradicionales.


En primer lugar, su protagonista, el burro Baltasar, no tiene ninguna cualidad característica de los seres humanos. En cambio, se caracteriza por su pasividad: durante toda la película pasa de un dueño a otro y, a excepción de unos pocos actos de rebeldía, su vida se ve determinada por la bondad o la crueldad de estos. Baltasar no protesta, y muchos de sus dueños lo ven más como un objeto que como un ser vivo.


En segundo lugar, el estilo cinematográfico de la película no hace nada para revelarnos sus estados mentales. No hay música que sea feliz o triste, sino composiciones clásicas compatibles con prácticamente cualquier emoción. La fotografía tampoco dice mucho en sí misma: las imágenes de los seres humanos no los muestran como imponentes o diabólicos, por ejemplo. Incluso las actuaciones son frías: los personajes actúan de la misma manera cuando están molestos que cuando están felices. Tampoco se usa ningún truco de edición para representar en lo que está pensando Baltasar. En cambio,


Bresson se ocupa de mostrar los hechos.


Es natural pensar que aquellas películas que hacen más esfuerzos encaminados a volver comprensibles a los animales son aquellas que más lo logran. Sin embargo, Al azar de Baltasar es un contraejemplo. Si bien Baltasar es algo lejano para varios personajes humanos, es muy cercano para el espectador. Su sufrimiento y sus breves momentos de alegría están presentes para quien ve la película, la cual ha sido celebrada por las fuertes reacciones emocionales que produce. Las películas que intentan acercar a los animales terminan por alejarlos del espectador; con Al azar de Baltasar ocurre lo contrario: al representarlos con una gran distancia y frialdad, los acerca.


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Las películas de Bresson se caracterizan por, en palabras de él, “aplanar” las imágenes (Bresson 1975/1997). Cada plano intenta ser neutral, es decir, desprovisto de significado y de emociones asociadas. Para Bresson, los significados deben aparecer con el montaje, es decir, con la yuxtaposición de una imagen con otra, sin ser intrínsecos a ninguna de ellas. Todos los seres humanos de Al azar de Baltasar, tanto los crueles como los benevolentes, se filman de la misma manera: no hay ninguno que actúe de manera diabólica, que tenga una apariencia intimidante, ni que aparezca rodeado de sombras. Es sólo al ver las tomas aledañas que se ve a uno de ellos ayudando a Baltasar y a otro torturándolo, lo cual los hace ver como personajes muy distintos.


Un burro es el intérprete perfecto para realizar este ideal. Bresson instruía a sus intérpretes (a los cuales llamaba “modelos” en lugar de “actores”) que no fingieran. No quería que adoptaran el comportamiento de los personajes. En cambio, les pedía que repitieran sus líneas una y otra vez hasta vaciarlas de cualquier intención y llegar a la autenticidad, al no fingimiento. Aquello que parece dificultar la comprensión de los animales, su inexpresividad, es lo que los hace ideales para películas de Bresson.


Se ha dicho que los personajes bressonianos son misteriosos, pues nunca se terminan de entender sus motivaciones y sus pensamientos. Esto puede aplicar tanto a los personajes humanos como a Baltasar. Alguien podría objetar, con base en esto, que Al azar de Baltasar no logra que su protagonista sea realmente comprensible. Pero, por supuesto, sí logra que sea tan transparente como los personajes humanos, sin para ello convertirlo en otro ser humano. Si bien los personajes de otras películas son más fáciles de entender, los personajes de Bresson son más similares a las personas reales, a quienes debemos interpretar sin que una serie de indicaciones cinematográficas nos revelen su vida interna.


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¿Cómo es que la frialdad y la distancia de Al azar de Baltasar logra acercar a su protagonista? Quiero proponer una explicación sencilla: porque, en realidad, los animales no son tan difíciles de comprender. La forma en que un animal se comporta es suficiente para que se conozca, al menos hasta cierto punto, cómo es su experiencia, y para que esta parezca algo real y tangible. Al azar de Baltasar logra mostrar estas cosas, justamente, al enseñar la conducta de un animal sin adornos.


Si los animales en realidad son fácilmente comprensibles, su lejanía se tiene que explicar como una especie de ilusión. Es decir, la dificultad que parece haber para relacionarnos con su experiencia debe de ser el resultado de una particular forma que tenemos que mirarlos, la cual oculta aspectos que tendrían que ser obvios.


Quizá, en suma, los animales parecen opacos por el rol que suelen tener en las sociedades humanas, más que por alguna barrera intrínseca.


Esto, por otra parte, puede pasar con los seres humanos: como señala Arendt, es común que determinadas formas en las que las sociedades se acostumbran a ver a los demás hacen que estas se “cierren al mundo” y perciban a los otros como algo lejano. Si esto puede ocurrir con los seres humanos, no es sorprendente que pueda ocurrir también con los animales, sobre todo en sociedades en las que estos se suelen reducir a su utilidad para los seres humanos.


Argumentos como el de Nagel, mencionado anteriormente, sugieren que la dificultad para entender a los animales es un problema intrínseco y prácticamente insoluble; sin embargo, estos argumentos no son inequívocos. Una suposición esencial en el argumento de Nagel es que la experiencia de los animales es algo que uno infiere a partir de su conducta, por un lado, y una analogía con nuestra propia experiencia; sin embargo, como mencionan Zahavi y Gallagher (2008), no es claro que esto sea así. La posibilidad de que la experiencia de los animales sea algo que se ve directamente a través de su conducta, y sin depender de una analogía con nosotros, es consistente tanto con los aspectos neurológicos como con la fenomenología de nuestros encuentros con otros seres vivos. De acuerdo con esto, la experiencia de los animales tendría que ser algo tan claro para nosotros como los objetos que vemos cotidianamente; si no lo es, se debe a que nos hemos acostumbrado a ignorar tal experiencia.


Al azar de Baltasar evita esta opacidad. Comúnmente, si se mira a un animal, sólo se ve en él la función que cumple en la sociedad humana. Rara vez las personas se detienen a mirar a un animal sin un propósito específico. Pero el arte permite justamente esto: detenerse a observar algo sin un objetivo determinado (esto lo desarrolla Noë 2017). Al ver una historia que trata centralmente de un burro, en lugar de tenerlo como accesorio en la historia de un ser humano, esta película obliga al espectador a detenerse en el animal. Lo obliga a ver a los animales plano tras plano y de manera no instrumental, con lo cual evita la mirada superficial que se suele tener de ellos. De ahí que el estilo minimalista sea suficiente. La película muestra sólo los hechos sin ningún adorno; con eso, hace visible aquello que, estando a simple vista, parecía lejano.


Referencias


Bresson, R. (Director). (1966). Au Hasard Balthazar [película]. Argos Films.

Bresson, R. (1975/1997). Notas sobre el cinematógrafo. Trad. de D. Aragó Strasser. Ardora.

Nagel, T. (1974). What Is It Like to Be a Bat? The Philosophical Review 83(1), 435–450. https://doi.org/10.2307%2F2183914.

Noë, A. (2017). Strage Tools: Art and Human Nature. Hill and Wang.

Rothman, J. (20 de marzo de 2017). Daniel Dennett’s Science of the Soul. The New Yorker. https://www.newyorker.com/magazine/2017/03/27/daniel-dennetts-science-of-the-soul.

Zahavi, D. & Gallagher, S. (2008). How we know others. En The Phenomenological Mind: An Introduction to Philosophy of Mind and Cognitive Science (pp. 171–196). Routledge.


Andrés Rubio Krohne estudió filosofía y cursa una maestría en artes. Le interesan muchas cosas, pero sobre todo el cine, el teatro y la filosofía analítica.



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