top of page
  • Carlos Guineo

Y arderá la tierra

Por Carlos Guineo


Y arderá la tierra — dijo mi abuela Irene mientras veíamos el fuego quemar los cerros en la televisión.


—¿Dice la biblia? —le pregunté, ya con los oídos acostumbrados a escuchar citas de ese libro que me daba tanta pereza leer en la niñez.


—Y arderá el fuego y todo se convertirá en brasas y luego cenizas —contestó a mi pregunta mientras tejía sentada sobre el sofá.


Me acerqué a la televisión y vi el fuego consumiendo todo, vi mi reflejo sobre la pantalla, vi el fuego consumirme a mí también. Luego mostraron el páramo, después otro municipio, y otro cerro y otro municipio y otro páramo. Vi el reflejo de mi abuela tejiendo, ella tejía y el fuego la consumía. Se veían bomberos y gente corriendo, se veía un mapa de Colombia con los colores amarillo, naranja y rojo sobre cada departamento. Encima del mapa los reflejos de ella tejiendo y yo mirando.


Fui a la cocina para apagar el fogón de la yuca que se estaba cocinando. Apagué el fuego y alcé los brazos mientras inhalaba para estirar la espalda. Yo quería mandar un soplo de aire tan fuerte que no solo apagara ese fuego que vimos mi abuela y yo en la televisión. Yo quería que mi exhalar fuera tan potente que apagara cada vela de cada altar y cada iglesia. Que apagara los bombillos de mi casa, los bombillos de la vecina, de toda la cuadra y de todos los apartamentos de los edificios que apenas son cimientos porque todavía están en construcción. Que si un gringo en Miami o en Nueva York se estaba fumando un cigarrillo dijera mirando por su ventana: —shit! —porque una brisita que le llegó de lejos fue tan poderosa que apagó todos los cigarrillos del mundo. Imaginé a mis amistades en Bogotá, aguantándose el calorcito rico que dicen necesitar cada vez que les cuento que en Barranquilla nos estamos sofocando por el calor e imaginé que mi brisa les acariciaba las mejillas y les refrescaba la frente.

 

Esa noche soñé que lloraba y tres gatas me relamían la cara, me secaban las lágrimas con su lengua áspera. Me desperté imaginando que mis lágrimas eran un río torrentoso que apagaba esa candela y que las gatas lamían las cenizas, limpiaban la tierra y que de ahí germinaban flores amarillas, crecían árboles de naranjas y mandarinas a donde llegaban a posarse pajaritos de pecho rojo.


Me levanté de la cama porque el sonido de las voces roncas que salía de la radio no me dejó seguir el hilo de mi sueño. Abandoné el refugio que construí sobre mi cama con una sola sábana blanca, manchas de saliva y mi propio sudor.  Llegué a la sala, atravesé ese piso de baldosa fría a pie descalzo y le di los buenos días a la gata, luego a mi mamá y a mi abuela.


—El mundo se está acabando, mijo

—comentó mi mamá mientras se acercaba el pocillo lleno de tinto a la boca para dar un sorbo.


—Así está escrito en la biblia —dijo mi abuela mirando con intensidad a la radio.

—Y arderá la tierra —añadió con frialdad.


Estas últimas palabras de mi abuela se repitieron en la casa durante unos días cada vez que se encendía la televisión a la hora de las noticias, siempre que se le subía el volumen a la radio, cuando mi hermana o yo leíamos información al respecto en voz alta, cuando se prendía un fogón de la estufa, cuando mi papá se quemó la lengua tomando sopa caliente, cuando prendí una vela aromática, incluso, mientras escribo este texto, mi abuela no ha parado de cumplir con la misión que ella misma se otorgó:

recordarnos lo que parece inevitable.


***

Te escribí desde Barranquilla para saber cómo iba todo. Quería saber cómo te había ido colgando la cortina amarilla que hiciste con tu tía y si la lavadora que por fin habías podido comprar estaba funcionando bien. Te pregunté por el divorcio de tu amigo el caleño y te pedí que me esperaras unas semanas más, que ya no me demoraba en volver y que si querías podías ir a mi casa y ponerte mi ropa o comer con la cuchara de totuma que tengo en el cajón secreto de la cocina.


Hubo cosas que no quise preguntarte. No te pregunté si cuando ibas a comprar tus verduras podías ver o no el humo en ese trayecto de tu casa hasta el mercado. O si la ceniza te estaba invadiendo los pulmones como cuando yo no había dejado el cigarrillo y veía que hacías mala cara cuando sacaba la cajetilla de peches en la madrugada. Tampoco pude saber si en el trabajo tosías o se te irritaba la nariz.

No te dije que me preocupaba que el sonido del fuego no te dejara dormir, sé que tienes el sueño liviano.

***

—No ha llovido en la nevera — dijo mi abuela después de apagar el televisor. — Y es que voy a buscar la biblia para ver bien cómo es que es el versículo — añadió mientras colocaba a un lado el teléfono en el que estaba viendo un video bajo el título

TOP TEJIDO A CROCHET FÁCIL Y RÁPIDO DE TEJER / Paso a Paso

Malú Crochetera.


Hace un par de días busqué el versículo en una biblia vieja y carcomida por el moho que mi mamá conserva en el último cajón de su mesita de noche. Lo más cercano que encontré hablaba de ángeles tocando trompetas y terceras partes de todo siendo devoradas por el fuego:

la tercera parte de la tierra,

la tercera parte del pasto,

la tercera parte de las aguas del mar

y la tercera parte del mundo.


No supe si faltaba alguna hoja o si el paso del tiempo había borrado las palabras, pero no leí la sentencia que mi abuela tanto repetía.


—Y arderá la tierra — volvió a decir mientras pasaba las hojas con rapidez en una biblia chiquitita que tenía guardada en la mochila beige que ella misma tejió con la palabra

IRENE

en letras color marrón.


—Por aquí tiene que estar —dijo luego de unos minutos de búsqueda que no dieron resultado.

***

Anoche, después de ver una foto de cientos de frailejones quemados, recordé la primera vez que fuimos al páramo. Yo acariciaba las hojitas plateadas de esas plantas antiguas y me preguntaba si podían sentirme. Que, aunque digan que las plantas no cuentan con terminaciones nerviosas, yo quería que el frailejón estuviera impresionado con la delicadeza de mi piel, con la textura de mis huellas dactilares, así como yo podía sentir el pelaje aterciopelado de sus hojas.

Vimos el musgo, húmedo y frágil, expandirse a velocidades imperceptibles para ti y para mí.

Luego te escribiría un poema diciéndote lo mucho que te pareces, cuando te derrites de la risa sobre mi almohada, al musgo abrazando las piedras de la montaña. De ese musgo no ha de quedar mucho. Porque seguramente los frailejones y el musgo sí pudieron sentir el calor acercarse, y las llamas convertirles en ese bosque tétrico de cadáveres.


Tampoco quise preguntarte si habías puesto agua a los animales que ahora rondan Bogotá porque ese fuego cruel les lastimó y les hizo huir lejos de un hogar que ahora es incendio. Me he dado cuenta, en especial los domingos, de que tomas muy poquita agua. Esa vez que fuimos al páramo vimos un venado de cola blanca bebiendo agua de un arroyito y tú en todo el día solo le diste un par de sorbos a tu botilito. Hoy me pregunto si ese venado estará bien, ¿cómo habrá sido su correr veloz al bajar de los cerros que habitó toda su vida para huir del calor infernal al que no está acostumbrado?

¿se le habrá manchado la cola blanca

con restos de ceniza y monte quemado?

***

Recordaba entre pestañeos la noche antes de alejarme de Bogotá, cerraba los ojos para ver cómo corríamos bajo la lluvia y volvía abrirlos para encontrarme de frente con las murallas de fuego que veía en la pantalla del televisor.


Y arderá la tierra —susurré para volver a cerrar los ojos y mantenerme en ese bucle de pestañeos pasado-presente-pasado-presente-lluvia-fogaje-lluvia-fogaje-azul-rojo-azul-rojo.


No corríamos por amor. Corríamos porque la lluvia se nos metía dentro de los bolsillos, nos invadía la clavícula y se nos infiltraba en las uñas de los dedos de los pies. Corríamos porque sabíamos que la lluvia capitalina no perdona pasos lentos, no admite al caminante dudoso ni la demora en el andar. Corríamos porque no había paraguas que cumpliera su misión contra un diluvio que teclea poesía épica sobre los párpados de quienes baña. Corríamos por la sensación húmeda y agotadora de no divisar un escampar vecino.


Después de rezarle tanto a mis santos para que no lloviera, de seguir augurios y soplar pa’ arriba tantas veces, solo nos queda la incertidumbre de no saber de lluvias cercanas mientras mi abuela teje y ve el fuego expandirse en el televisor, y yo canto bajito, con los ojitos cerrados, aquella canción de mi niñez:

que llueva que llueva la virgen de la cueva los pajaritos cantan la virgen se levanta ¡qué sí! ¡qué no!

¡qué caiga un chaparrón!



Ilustración por María MS

Texto por Carlos Guineo

Carlos Guineo nació en Barranquilla. Es maestrx en Arte Dramático egresadx del Teatro Libre de Bogotá; es actorx, modelx y performer. Es coordinadorx del laboratorio artístico Cayenas Mutantes de la fundación GAAT y le interesa explorar la relación entre lenguaje y género a través de la escritura narrativa, poética, el performance y las artes visuales.


Comments


bottom of page